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jueves, 4 de marzo de 2010

Desde Cd. Obregón, Sonora, México : Perla Julieta Ortiz Murray


Él

Por Perla Julieta Ortiz Murray.

Heme aquí sentado, escribiéndole a Martínez, recordando nuestras épocas de rosa y jolgorio, como él las llamaba, tal si de veras hubieran sido mejores que las actuales. Que está difunto, eso ya lo sé, pero pues a alguien debe uno escribirle cuando no hay otro medio de quitarse de encima un indebido cargo de conciencia.

Épocas de rosa… cuán lejano suena eso; lejano y doloroso si he de tener en cuenta que ni la muerte logró resolver este asunto tan pútrido y es hoy, a los ochenta y seis de mi vida, cuando me decido a sacarlo a la luz.

Tal vez fue un don nadie y no haya valido la pena odiarlo, pero muchas veces ignoramos que el odio también se nutre de buenas cosas, a veces una acción positiva puede ser el detonante que necesitamos para que nuestros demonios personales entren en juego aun contra nuestra voluntad.

Nunca fui agradable para los demás, excepto para él, que siempre ponderaba mis cualidades: Santiago el buen padre, Santiago el trabajador, Santiago el honrado, Santiago, Santiago, Santiago… en su boca hasta mi nombre llegó a serme insoportable, como en aquella sucia noche de febrero, cuando la necesidad de resolver un problema personal me llevó a su puerta.

-Qui’hubo, ¿qué haces aquí?- me preguntó.

-Vine por… porque necesito un préstamo, contesté lo más rápidamente posible, tratando de ocultar el odio que me iba ahogando conforme él trataba de hacer agradable el momento. El ofrecimiento de un trago, la insinuación de compañerismo, su confianza, mi recelo; la alusión a sus problemas triviales, mi callado rencor por la vida…Una sensación de hastío fue invadiéndome; un deseo fuerte de suprimir para siempre la intolerable presencia de quien quería acercarme a su mundo afable hacía mella en mí, sin embargo, sobreponiéndome logré sonreír un poco y hasta aceptarle el licor ofrecido. Luego, sin preguntar la cantidad, sacó su chequera, firmó un documento y dijo:

-Anota tú la cantidad.

-Pero, ¿no quieres saber cuánto es y el uso que voy a darle?- pregunté. Su respuesta me descontroló:

- Con un amigo como tú, eso sale sobrando.

Se me nubló la vista. Tanta bondad me estaba indigestando ¿sería acaso que este imbécil era en verdad un cretino o solo estaba jugando al santo conmigo? Aun hoy me asalta esa duda…

Salí de su casa y caminé sin rumbo fijo casi hasta el amanecer. Si he de ser sincero, diré que en esos momentos tuve el impulso de tirar su cheque a la basura. Aquella estúpida afirmación de “un amigo como yo” había acabado por enfurecerme, pues le permitía ondear por sobre mi cabeza la bandera blanca de su superioridad moral, aunque en ese tiempo yo no lo quisiera reconocer así.

No sé a impulsos de cuales vientos mis pasos me llevaron al embarcadero, pero fue precisamente ahí, en ese ambiente salobre, donde el sudor es brisa que curte la piel, cuando caí en la cuenta de que tal vez nunca podría librarme del todo.

Así se fueron dando las cosas. Entre el pago de un abono y otro, Marga y mis hijos iban aceptando sus visitas como las de un amigo, no como las de quien va a reclamar el pago de una deuda. Algunas veces era el juego de ajedrez con el pequeño, otras el arreglo de un desperfecto, no sé, pero mi familia pronto se convirtió en la suya… sin dejar de ser mía nunca.

El tiempo pasó muy lentamente; la deuda económica pronto quedó saldada, no así la moral. Cuarenta años se dejaron venir entre brumas sin que mi odio disminuyera un ápice. Por el contrario, cada día era una nueva ocasión para aumentarlo, aunque tal vez, nada hubiera pasado de no haber vuelto al maldito embarcadero.

No he contado aquí nada sobre la fascinación que el mar ejercía en él, al grado de poder pasarse horas y horas sentado en el malecón observándolo fijamente y fue ella quien lo hizo comprar una lancha ofrecida a buen precio por un pescador. Engolosinado con su compra, quiso compartir el gusto con su amigo más íntimo: yo. Esa misma tarde me llevó a conocerla.

Llegaba el ocaso y un viento tibio acariciaba nuestra piel. Podía verlo caminando dos o tres pasos delante de mí, impaciente por llegar a su tesoro. La blancura de su traje resaltaba entre las sombras que comenzaban a caer; de pronto, no pude más y tomando un pedazo de red tirado en el suelo, me abalancé sobre él, apreté su cuello con todas las fuerzas de un resentimiento acumulado por años y no cedí hasta que un sonido de huesos rotos me indicó que lo había desnucado.

Han pasado diez años y aun recuerdo claramente la satisfacción experimentada por su muerte. Nadie nos vio ir juntos allá y por lo mismo, no se supo nunca como en realidad sucedieron las cosas. Por eso le estoy escribiendo a él; por eso y por burlarme un poco de ustedes. Por eso y porque mañana me voy a morir.

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