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lunes, 22 de marzo de 2010



Golden y Susú en el trapeador mágico

Perla Julieta Ortiz Murray

Para mis sobrinas Ana Raquel y Susana del Carmen Alejandrez Fernández.

“¡Si tan solo pudiera ver por donde voy, no me caería tanto!” le decía Ana Raquel a Susanita Coneja, su hermana menor. Desesperada por tanto brincoteo del trapeador en el que viajaban, la gordita no hallaba que hacer, si vomitar del susto o agarrarse del palo hasta con los dientes. El ambiente era desconocido para ella y esto la hacía temblar de miedo, no asía a la pequeña Susana, que a sus tres años y aunque nunca había viajado en un traste como ese -ni en ningún otro- se portaba como el piloto más intrépido.

Muy probablemente te preguntes como es que nuestras protagonistas se habían metido en tan tremendo problema; sin embargo, para poder explicarte todo, tendré que romper un pequeño secreto: Susanita y Ana no eran dos niñas comunes y corrientes; pues la gran maga Jzvidzú 5001 había confiado a ellas una delicadísima encomienda: salvar al mundo de la pérdida de la imaginación. Muy difícil era esto sin duda, pero para lograrlo, dotó a Ana Raquel de una personalidad especial: cuando las cosas fueran adversas, ella sería Golden, la payasita dorada.

Pensarás que esto no tenía chiste. Total, una payasa más en el mundo no lo haría especial. Pero el mundo sin imaginación se estaba volviendo un lugar triste: no había flores, ni niños, ni artistas para contar una historia… es más, no había historia.

Había en cambio, extraños hombrecitos hablantes de un raro lenguaje de números, pesos y medidas para quienes el imaginar era un delito y el ejercicio de la imaginación un proceso mental que debía anularse. Muy largo sería el contar como se llegó a tal estado de cosas. Generación tras generación de seres humanos empeñados en aumentar la producción de satisfactores fueron convirtiendo el planeta en un lugar donde Sinfonía sólo era un recuerdo muy lejano.

Guerras atómicas marcaron su huella. Ya no volaban las mariposas y las ballenas no emitían sus bellos cantos. Pero una esperanza seguía viva: en un helado volcán submarino rodeado por un campo de energía que contenía las aguas manteniendo seca la zona, una anciana esperaba un momento especial: Descendiente de la antigua raza proscrita de los magos Jzvidzú y siendo su descendiente número cinco mil uno, por muchos años buscó en sus aparatos algo muy difícil de conseguir: un corazón sin mancha. Después de encontrarlo, otra tarea casi imposible proseguiría:

Ese día comenzó como cualquier otro: dos o tres terremotos, las fábricas anunciando el inicio de la jornada y en las calles los valientes hombrecillos que ya no miraban al cielo porque había perdido su bello color blanco azulado de limpio amanecer. Pero en nuestro volcán, algo rompió la rutina. Una máquina largo tiempo olvidada comenzó a emitir un ruido suave, indicador de que al fin había cumplido su objetivo principal: encontrar el tan ansiado corazón.

Pronto su pantalla comenzó a mostrar el rostro morenito y regordete de una niña de cinco años con el pelo alborotado de tanto dormir. Fijándose mejor en sus facciones, la maga sonrió pues en los ojos de esta niña –que no era otra sino Ana Raquel- dos chispas de alegría comenzaban a reflejarse. Sin pérdida de tiempo hizo lo exigido por el ritual: llamó a su perro (pinto y peludo, para más señas), vistió el kimono rojo que tanto le gustaba y cepilló con cuidado su larguísima cabellera; luego, trazando un círculo blanco a su alrededor, ella y el animal se sentaron dentro. Al llevar las manos hasta su frente, ésta adquirió una fuerte tonalidad anaranjada y los dos desaparecieron con rapidez.

Susanita –Susú para su tía Perla- no sabía el porqué de tanto alboroto: frente a la puerta de su casa, una extraña señora escoltada por un ruidoso perro preguntaba por su hermana. Quien salió fue su mamá, diciendo que Ana no podía hacerlo pues en esos momentos desayunaba tranquilamente unas sabrosas colas de lagartija en salsa de mosquito amarillo. Hasta ahí todo iba bien. Ya la había localizado y estaba en su casa, pero hacer entender a su madre sería muy distinto. Después de una hora de hablar, sus respuestas fueron más o menos así:

-Eso no es cierto, como voy a creerle.

-¿Prestarle a mi hija? ¡Ni lo piense! Faltaba más, está usted loca, si yo ni la conozco.

Pensándolo mejor, Jzvidzú entonces le pidió autorización para entrar en la casa a darle un regalo. Concedida ésta, sacó de su bolsa un gran libro dorado en cuyo interior, escrita en gruesas letras verdes sólo se leía la palabra “Imaginación” y rápidamente lo puso en manos de Ana Raquel, quien lo recibió intrigadísima.

-¿Qué haré con esto?- preguntó.

-La respuesta te la dará tu corazón- respondió nuestra vieja amiga, sin embargo, debes saber que entre millones de niñas, fuiste tú la escogida para salvar al mundo de la destrucción que se aproxima. Al decir esto, señalaba unas feas y pestilentes nubes que comenzaban a cubrir las casas vecinas y de cuyo interior manaban gases sumamente tóxicos para los seres vivos. ¡Ábrelo antes de que todo concluya, suplicó angustiada!.

Ayudada por la valiente Susanita, Ana lo abrió. Escenas maravillosas fueron mostradas ante sus ojos: ríos bajando de altas montañas, niños y adultos conviviendo juntos, sanos y felices en una playa cualquiera, además de animales de formas y colores desconocidos para ellas, que parecían observarlas desde grandes árboles.

Poco a poco y sin que nadie se percatara de ello, un polvo emanado del libro iba envolviendo a las dos niñas,. Su madre, que hasta entonces había estado boquiabierta con lo sucedido, rompió el encanto con un ¡aaahhh! de tremendo asombro pues acababa de ver a sus hijas vestidas con unos preciosos trajes.

La vieja maga sonreía complacida. Todo salía según como había sido planeado, pero el tiempo se agotaba y prontamente dijo a las pequeñas:

-Ana y Susú: Con estos trajes, la antigua raza de magos Jzvidzú, de la cual desciendo y he tomado mi nombre, deposita en ustedes todos nuestros secretos. A partir de este instante, mi casa será la suya. Desde hoy, cambian también de nombre….

-Tú Ana serás Golden, la payasita dorada, pues al mundo le hace falta una gran dosis de tus risas y tu buen humor para ser salvado y tú Susanita, que en tus acciones tienes la velocidad de un conejo, serás su ayudante.

Divertida y asustada, Ana pensaba en como disolver esas feas nubes, pero quien pensó más rápido fue su hermana. Corrió al patio por el trapeador y montó en él, indicándole a la mayor hacer lo mismo. Como si tuviera mucha experiencia, no solo se encaramó en él, sino dio unos pases mágicos ¡y lo hizo volar!.

Enfilando directamente hacia los nubarrones, nuestro par de niñas pronto se perdió de vista. Ana gritaba del susto, pero en cambio Susana iba feliz. Jamás en sus tres años hizo algo así y en su media lengua le decía a su hermana que se agarrara pues le daría mayor velocidad Después, tres palabras de Ana que no alcanzamos a entender, lo convirtieron en una poderosa hélice cuyo viento deshacía el mortal nublado.

No bien observó esto, su pavor se convirtió en júbilo y unas inmensas ganas de reír se apoderaron de ella. Susanita coneja reía también y las carcajadas de ambas se convertían en millones de coloridas gotas que como fresco rocío llegaban a la tierra y a cuyo contacto un milagro sucedía: la vida tomaba nuevamente su lugar.

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