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martes, 27 de abril de 2010

Un homenaje a Francisco Toledo

Perla Julieta Ortiz Murray
Debe haber sido una de esas noches calurosas de abril o mayo cuando mi padre llevó a la familia -yo era una niña de solo diez años- a la apertura de una exhibición en las salas de la Casa de la Cultura del Istmo, hermoso edificio construido en el más sobrio estilo colonial mexicano. Imponente, esta casona ha sido albergue –desde hace treinta y cinco años- de una significativa colección de obras de arte de muy diversa factura. Incontables han sido los eventos presentados en su seno, los cuales hubieran sido difícilmente realizables si este hogar cultural no contara con un patrocinador muy sui generis: el pintor Francisco Toledo.

Si la grandeza de alma tuviera medida, ella sería indudablemente este pintor –y créanme- tengo motivos muy sobrados para decirlo: la noche en mención dejó una marca indeleble en mi vida, pues fue precisamente cuando conocí a Francisco. De naturaleza inquieta, de pequeña buscaba siempre la manera de escapar de la tutela familiar cuantas veces podía y la noche aludida no fue la excepción: en un descuido de mi papá, solté su mano y me escabullí fuera de su alcance. Llamó mi atención un cuadro de gran formato y cuyo tema central –si no mal recuerdo- eran unas grandes rebanadas de sandía, en llamativos tonos de verde y rojo, con remarcados trazos negros; y no le quitaba ojo cuando alguien se acercó a mí…

Se trataba de un muchacho moreno, de ojos oscuros y vestido totalmente de negro, que –como quien no quiere la cosa- comenzó a preguntarme porqué había elegido aquel cuadro para observarlo. Tal vez hayan sido sus brillantes colores, o quizás su desmesurado tamaño; en mi lenguaje de niña procuraba exponerle mis puntos de vista lo mejor que podía. Me oyó con suma atención, y –puedo asegurarlo- casi sin despegarme la vista, pero lo que hasta el día de hoy eriza mi piel por la emoción, fue el hecho de que, con una humildad digna de mejor causa, se agachó para quedar a mi nivel y poderme explicar mejor como observar un cuadro para encontrar las figuras o trazos ocultos en cada cuadro. Sin dejar de mirarme, me pidió que por favor acudiera con mi libreta de apuntes otro día por la mañana y mirara la obra desde un ángulo diferente, haciendo lo mismo por la mañana y por la tarde, anotando todo lo visto en él y le hiciera el favor -léanlo bien ustedes- de dejarle mis impresiones con el cuidador de la muestra, porque iría a recogerlas en cuanto pudiera. Hecho esto, se alejó de mí, reintegrándose al grupo de autoridades y gente importante que la patrocinaba y reclamaba su presencia. Momentos después era mi padre quien molesto preguntaba dónde me había metido y al responderle que estaba platicando con el señor aquél que vestía de negro y preguntarle quién era, me respondió:

-Ése, mi hija, es el autor de esta exposición, el Señor Francisco Toledo,.

Nunca supe que pasó con mis apuntes sobre el cuadro, si los recogió o no y quizás en ese tiempo no aprecié en toda su valía la actitud del artista, de dejar a un lado todo el glamour y el boato para acercarse a una niña y sembrar en ella la semilla de la apreciación de una obra de arte, pero lo que si sé es que, pasados ya muchos años, me sigue embargando una profunda emoción al recordar esa especial noche. .

Desde la fundación de esta Casa, el 31 de diciembre de 1969, Francisco ha sido uno de sus pilares y un sostén para los jóvenes creadores que ahí se forman, sobre todo cuando su peculio es exiguo. Orgulloso de su origen y de su raza zapoteca, es también –desde los años noventas- el mayor patrocinador de la Orquesta de Niños Indígenas del Estado de Oaxaca, que ya se ha presentado ofreciendo conciertos de música clásica en varios países. No extraña entonces que sea también el fundador del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, albergue de la mayor biblioteca de arte en el país, con más de 40,000 volúmenes donados en su totalidad por él para que la comunidad pueda consultar gratuitamente y cuya colección gráfica incluye obras de Alberto Durero y Rembrandt van Rijn, pasando por José Guadalupe Posada y José María Velasco. Por esa forma de ser tan dinámica, lo mismo impulsa la creación de clubes de cine –como El Pochote- que de museos como el de Arte Contemporáneo, o la Sala Manuel Álvarez Bravo, o da vida a un taller de elaboración de papel de materiales orgánicos en el Municipio de Etla, con el correspondiente aporte de empleos para gran parte del pueblo, que rescata exconventos o encabeza movimientos pro-defensa de las tradiciones, en cuyo tenor ha impedido con éxito la creación de una hamburguesería de cadena trasnacional en su ciudad natal, Juchitán, cuya niñez conoció gracias a él, y de la mano de interpretes como José Khan, lo más granado de la música de salas de concierto. Por invitación suya, en esta casa se han escuchado también las voces de Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska en presentaciones sin coste.

Todo este amor por su tierra, Toledo lo refleja también en su obra pictórica y escultórica: el exotismo del Istmo tehuano pervive en sus temas recurrentes: frutos y flores de grandes dimensiones, animales propios de la región o la magia de sus leyendas toman formas vibrantes e inesperadas en sus cuadros y se vuelven parte íntima de nuestra vida. Sin embargo, entre este amasijo de curiosidades destaca una peculiaridad suya: Con la edad, su introspección respecto a la gente adulta se ha vuelto más patente –exceptuando a veces a la mujer- no así tratándose de los niños, para quienes siempre tiene expresiones de elogio, quizás porque en el fondo también es uno de ellos como se ha definido en múltiples ocasiones y como ellos, encuentra belleza donde ojos cualquiera solo encontrarían fealdad. insectos de todo tipo, sapos, iguanas, víboras y recientemente lagartos han entrado a la variada fauna retratada por él

Es ocasión para hablar entonces de “La Lagartera” su obra más reciente y única escultura monumental (realizada con ayuda del artífice neoleonés Javier Zarazúa, con proyecto del propio Toledo) cuya fuente de inspiración ha sido su propia infancia, transcurrida entre paisajes donde el ancho Papaloapan (o río de las mariposas, por su significado en lengua indígena) da cobijo a infinidad de lagartos. Entre el desmesurado verdor del trópico y la magnificencia de estos animales, la imaginación del niño imbuido en el artista creció sin límites y los veinticinco metros de largo por diez de ancho y casi seis de alto que mide esta escultura pueden dar buena cuenta de ello. Con más de diecisiete toneladas de peso y elaborada en resina y arena, figura el hábitat de muchos lagartos, sapos, iguanas y tortugas de tamaños diferentes, posados sobre un fondo escamoso. Rodeada por gran cantidad de agua en el seco ambiente regiomontano, rememora perfectamente la exuberante naturaleza de la cintura de México y cada uno de sus cuidados detalles habla de la mano señera del artista que los realizó.

En la obra Toledana, el culto por lo antropomórfico es patente, herencia quizás de su crianza tropical o rememoración de raza, que para alguien cuyos orígenes son los de los hombres que dispersó la danza –recordando al escritor Andrés Henestrosa- la convivencia con animales es la del chamánico origen de la humanidad. En ella, los animales son protagonistas de primer orden. En su serie “Zoología Fantástica” homenaje a Jorge Luis Borges podemos ver a iguanas teniendo sexo con conejos o a chapulines brincando sobre sapos bicéfalos (alusión tal vez a los efectos de la contaminación en la naturaleza, no lo sé) mientras en otra serie de cuadros la trabajadora araña cangrejo –cual Penélope animal- teje su tela eternamente y en el óleo sobre “El vuelo” el murciélago multiplica al mil por uno su don de ubicuidad.

A sus sesenta y ocho años, Francisco López Toledo ha dejado de vestir de negro y evita usar zapatos. Característicos en él son su vestimenta de manta y sus huaraches de tres puntadas, al puro estilo indígena, a más de sus ondulados cabellos dejados -según diríamos en Sonora- “a los cuatro vientos” y sí, dijimos bien: Francisco López Toledo y esto no es casual.. Toledo proviene de una cultura netamente matriarcal, donde a menudo son las mujeres quienes toman las grandes decisiones en lo que al desenvolvimiento social y familiar se refiere, sin que ello signifique una anulación del papel del hombre. Son mujeres de voz y presencia fuertes. Ello redunda muchas veces en que los hijos tomen el apellido de la madre por admiración a ella pero sin significar un reniego o denueste de la relación filio-paterna y cito nuevamente a Henestrosa, cuyo apellido paterno era Morales, por lo que él era Morales Henestrosa y no Henestrosa Morales como erróneamente se ha creído. Vaya pues, con todo mi afecto, este pequeño homenaje a Francisco Toledo, grande entre los grandes.

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