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lunes, 17 de mayo de 2010


Heriberto
Perla Julieta Ortiz Murray

A Heri, donde quiera que esté….


¿A dónde van los desaparecidos?
busca en el agua y en los matorrales
¿y por qué es que se desaparecen?
por qué no todos somos iguales
¿y cuándo vuelve el desaparecido?
cada vez que lo trae el pensamiento
¿cómo se le habla al desaparecido?
con la emoción apretando por dentro.

 “Desapariciones”
Rubén Blades.

           

            ¿Alguna vez has tenido quince años? Si es así, sabrás entonces como es la cosa: Te vuelves medio funámbulo. Como el trapecista en el circo, esperas ser el centro del universo, de tu universo: gritas y pateas cuando quieres ser escuchado y echar fuera de ti las raíces de un rencor depositado en el alma por generaciones. Comprenderás entonces, sin saber bien como, que ha llegado tu hora definitiva, la de cambiar tu mundo…. miras las cosas que te rodean y las notas tremendamente distintas de las que rodean a los demás. No entiendes como a tu padre no le ha valido de nada partirse en dos el espinazo de tanto hacerse uno con la tierra, ni tenerla metida en su sal, en su carne y en su sangre.

            Eso precisamente, sucedió con el mío….
            Yo, Heriberto Martínez Velazco, hijo mayor de Ricardo Martínez y Artemisa Velazco, crecí viéndolo doblarse perpetuamente sobre el surco, unas veces echando la semilla, otras levantando la cosecha y muchas más tratando de levantar lo poco que la crecida o la sequía hubieran dejado en pie.

            Hambre del cuerpo hubo mucha en mi casa, pues has de saber que cuando vendes el producto de tu siembra, el  precio nunca es suficiente para tener una ganancia. Luego, debes pensar en la familia, en ese montón de bocas pidiendo comida y un nudo te atraviesa la garganta nada más de pensar que los tuyos repetirán tu destino. Así es como te vas al norte, con la angustia de dejarlos medio huérfanos por un tiempo, pero con mayores ganas de verlos salir del hoyo en cuanto empiecen a llegar los dólares del jornal gringo.

            Con eso, el hambre del cuerpo se calma un tiempo, pero…. más tarde viene lo feo, pues te sale otra clase de hambre: la de la mente, si bien a esa la desnutrición de los porqués nunca se le quita. Esa fue la que a mí me pegó duro…

            Tratando de apagarla un poco siquiera, me agarré de la escuela con ganas. Tenía prisa por aprenderlo todo. Así llegaron las calificaciones de excelencia, el certificado de sexto, el primero de secundaria y también los dos años de entrarle macizo a la chamba por no saber casi nada de mi papá durante ese tiempo. En esos meses, comencé a platicar con Tomás Garduño, el hijo de doña Blanca.

            Eran locas las ideas de Tomás. Había salido varias veces del pueblo y decía ver las cosas de otro modo cuando volvía. Sabía muy bien como convencerte de a poquito, como jalándote de un hilo invisible hecho a base de palabras. Te hablaba de cosas como la ley y la clase social, pero haciéndotelas sentir cercanas, como si las pudieras tocar. En sus labios entendías mejor porqué toda la bola de mugrientos sólo teníamos dos hectáreas para medio morirnos de necesidad, mientras los dueños de “El Olivo” y otros ranchos, no bajaban de doscientas, siendo nosotros, a quienes trataban como sirvientes, los dueños de todo.

            Abriendo así los ojos, llegaron de nuevo los dineros de mi papá. Entré otra vez a la escuela. Tenía ya quince años y me sentía lo bastante  hombre para decirle a mis compas lo que empezaba a saber: que no era solos como íbamos a conseguir algo, sino uniéndonos, entrándole todos juntos a salir de lo mismo. Pero yo creía en las palabras, no en los rifles y eso, al final de cuentas, me perdió.

            El día aquél en que llegaron los del Banco Ejidal exigiéndonos a  todos el pago de adeudos vencidos, hubo reunión de la comuna. Como hijo mayor de mi padre, yo, aunque era un chamaco, había tomado su lugar en el ejido. Conocía a todos, así que dije lo de siempre: que debíamos agruparnos y enfrentar unidos las cosas, pues de esa manera no nos afectarían tanto las decisiones del banco.

            Además, hablé también de recuperar lo perdido y aunque esto los asustó un poco, nadie dijo nada en contra; solo el hermano del poli a quien de burla le llamábamos “el profesor” por enseñarlo todo cuando andaba bien arriba, me lanzó una mirada medio rara, pero no le hice mucho caso. Después, cuando alguien comentó que me parecía a mi padre, el pecho se me hinchó bastante.

            No habían pasado dos horas cuando seis hombres tiraron a culatazos la puerta del jacal. Mamá y mis abuelos salieron asustados por el escándalo, mientras el más alto de ellos me agarraba por los cabellos y a empujones me llevaba hacia el monte. Al irme arrastrando por esa tierra donde alguna vez el sudor de mi padre lloviera espeso, escuchaba también el llanto de mis hermanos y las palabras de otro –no sé quien era- que me acusaba de agitador.

            Ahora, veinticinco años después de haber sido enterrado en ella, bajo el tamarindo sembrado un día por mi abuelo y que hoy sirve de mojonera en nuestra parcela, no necesito cerrar los ojos para recordar muchas cosas: ese olor a cuero viejo de mis huaraches, el sabor de las tortillas hechas por mi madre, la escuela por la que ya no tengo que preocuparme o los dos tiros metidos en mi cabeza, como para impedirme seguir pensando. Si alguna duda me quedaba, ellos fueron una respuesta lo suficientemente clara. Clara y precisa, tan precisa como podrían ser los balazos que disparaba “el profesor”.   

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