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domingo, 2 de mayo de 2010

Este articulo fue enviado por Arturo de Armas

LOLITA
(fragmento)




Vladimir Nabokov

Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze –Dios lo bendiga– había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto azulino, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).

Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.

El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.

Humbert Humbert arrebató la manzana.

«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor superrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. «Fotografía de la semana» decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.

Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura; pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba ligero, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando siempre una mirada interior de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular –Tarlatán amarillo– y arroz con leche. –La cabeza me duele– de ser tu amante... –. Seguí repitiendo esa automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo mortal de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión del Tarlatán amarillo, del arroz con leche, de la cabeza doliente, y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.

Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze . Que se quede así, que se quede así... Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso, torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió en mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión deliciosa de mis raíces más íntimas, se convirtió en una rutilante comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza absoluta inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía demorarme para prolongar tal incandescencia, Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos. Yo la observaba –rósea, cubierta de polvillo dorado– a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que lo echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas –tarlatán, arroz con leche, amante, aaa... maaa... nte–, como alguien que hablara en sueños.
Fantaisies Souterraines (Jam Abelanet)

Vladimir Nabokov (1899 /1977), escritor de origen ruso, nacionalizado estadounidense.
Imagen tomada de http://swced.blogspot.com/2009/09/by-jam-abelanet.html

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Publicado por Jeroh Montilla para EROS LITERARIO el 9/15/2009 03:38:00 PM

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