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domingo, 21 de agosto de 2011

Adalid de las letras y el verso

Pedro Pablo Paredes




Es otro de los eximios hijos adoptivos del Táchira.

Trujillano por nacimiento, merideño de crianza y tachirense por convicción, Pedro Pablo Paredes, uno de los poetas y literatos excelsos de Venezuela. Premio Municipal de Poesía del Distrito Federal en 1976 y Premio Nacional de Literatura en 1992, hizo cabalgar en los Andes con Rocinante al Quijote inmortal de Miguel de Cervantes al revivir en prosa y verso el testimonio de las vivencias de los compañeros del ingenioso hidalgo.


Sus “Leyendas del Quijote”, editado por la Universidad de Los Andes en 1976, es un auténtico foro cervantino, glosario de vivencias y experiencias de los personajes del aventurero errante, no sólo le ameritaron un sillón de honor como individuo de número en la Academia venezolana de la Lengua en 1979, sino que su obra fue aceptada por unanimidad en la Academia de estudios manchegos en España.


--- Fue el primer clásico que leí de niño allá en el caserío donde nací en La Raya, la franja divisoria entre La Mesa de Esnujaque de Trujillo y Timotes de Mérida --- el bardo interestatal hilvana pensamientos entre saudades y melancolías en la biblioteca de su casa en la quinta “La Guaricha” de la urbanización Torbes ---. Me lo prestó Rafael Plaza, el pulpero del pueblo que lo guardaba como reliquia debajo del rústico mostrador junto con varias novelas y cuentos---. Me impactó y emocionó tanto que lo compré de adolescente y todos los años lo leía y releía. Pensaba que quizás algún día podía acaso escribir algo sobre aquellos fascinantes personajes de Cervantes. Al fin pude lograrlo años más tarde, cando ya tenía editados algunos ensayos, crónicas y poemas.


Era la décima séptima publicación del literario andino. Después ha publicado otros nueve libros. Todos signados por su peculiar estilo lírico y donairosa prosa costumbrista. Sus producciones más recientes las vierte en una semblanza biográfica de Juan Vicente Gómez, un compendio analítico de la música sinfónica con rasgos biográficos de los más connotados compositores y una visión histórica y cultural de Colombia. Perfiles de evocación y proyección de algunos de los temas y personajes que más le apasionan.


Allí, en su modesta biblioteca de “La Guaricha”, sobresalen frente a libros y carpetas los bustos en miniatura de Miguel de Cervantes y Juan Vicente Gómez. A un lado, junto a un retrato de Bolívar y una efigie en bronce de Ludwig van Beethoven, destaca una lámina a colores de la Virgen y la foto de la maestra y abogada Carmen Giselia Zambrano, la esposa abnegada y compañera insegurable, recientemente fallecida a los 79 años de edad.


En pórticos de la fama


Este es el paraje lírico del escritor y poeta.


Frente al ventanal principal de “La Guaricha”, ha compuesto casi todos sus sonetos, ensayos y crónicas en una vieja máquina de escribir Underwood desde hace unas tres décadas.


Pedro Pablo Paredes Rodríguez, hijo de una costurera y un agricultor, ambos timoteños, tiene ahora 88 años. Nació el 21 de enero de 1917, día de Santa Inés.

Desde niño, compartía labores con su padre Sixto Paredes e los conucos de trigo, arvejas y garbanzos. Arreaba también a los bueyes de la finquita familiar y le llevaba las viandas con comida a los peones. Por la tarde, ayudaba un poco a la madre Aurora Rodríguez, quien alternaba el oficio de costurera con las faenas agrícolas.

--- Fuimos cuatro hermanos, tres hembras, todas difuntas, y yo, el único varón ---.

Pedro Pablo añora con recato su infancia en el remoto caserío La Raya---. Las primeras letras me las enseñó papá, quien era un gran lector. Tenía muy pobremente una biblioteca selecta. Fue el quien me inculcó esa pasión de leer y escribir. En la biblioteca, papá clasificaba muy ordenadamente, las obras clásicas, entre ellas toda la colección de Víctor Hugo, poemarios de Lope de Vega y Fray Luis de León, cuentos, novelas de ficción y aventuras. Tampoco faltaban las románticas. Para esa época, estaba muy en boga el novelista bogotano José María Vargas Vila, muy criticado, aunque muchos también lo admiraban, sobre todo las mujeres que se dislocaban por “Flor de fango”. Cuando cumplí siete años, mis padres me inscribieron en la escuelita de Timotes, la “Canónigo Uzcátegui”.
Uno de mis primeros maestros fue Jesús María Espinoza, excelente educador. Allí concluí mi primaria. Entonces, urgido por la situación, tuve que ir a Mérida para trabajar de cuidador en el garaje más moderno que existía entonces en la capital.
Casualmente, un día estuvo en el estacionamiento un muchacho de Timotes muy amigo mío que estudiaba derecho en la Ula. Era Edecio La Riva Araujo, quien después ya graduado en abogacía, se trasladó a Barquisimeto y más tarde a Caracas. Con el tiempo se hizo político, dirigente de Copei y hasta lo eligieron Senador. Edecio fue quien me ayudó a cambiar mi vida luego de aquel encuentro casual en Mérida.

Al otro día de aquella entrevista, el futuro congresista, regresó al estacionamiento para sorprender al poeta en ciernes con una noticia halagadora. Estaban distribuyendo becas entre jóvenes sin recursos, para estudiar en la Escuela Normal de San Cristóbal. Paredes acudió esa misma tarde a presentar el examen de evaluación. Fue el primero de una veintena de muchachos en terminar la prueba.

Le dijeron que de ser aprobado, le avisarían a Timotes donde regresó a la semana siguiente al terminar su trabajo en Mérida.

--- Como al mes, recibimos alborozados el telegrama. Me habían concedido la beca. Mamá me acomodó la poca ropa que tenía y me vine a San Cristóbal el 29 de noviembre de 1939, a los 22 años de edad. En La Normal estudiamos gramática, teoría literaria, historia patria, urbanidad y buenas costumbres. A los cinco años, me gradué de maestro. Entonces, decidí irme a Caracas a completar mi aprendizaje de Castellano y Literatura en el Instituto Pedagógico, allá por los Caobos. A los cuatro años obtuve mi título de profesor en letras y me fui a buscar trabajo en el Ministerio de Educación. Tuve la gran suerte que al llegar, el encargado de seleccionar personal, me dijo que si me iba al otro día a San Cristóbal, podía ocupar uno de los cargos vacantes. Así pude felizmente regresar ya empleado al Táchira de mis ilusiones.


Los sueños del joven bardo graduado de pedagogo, se hacían realidad. San Cristóbal le ensanchaba puertas al éxito y a la fama.


Entre brumas y soledad


Tenía apenas 27 años el poeta y normalista Pedro Pablo Paredes cuando publica su primer libro. “Silencio en tu nombre”, una compilación de sonetos escritos en su adolescencia, fue editado en 1944 en San Cristóbal.


Ese mismo año recibe en la Escuela Normal su título de maestro. Y ya a los dos meses estaba impartiendo clases de primaria en el colegio. En 1946, cuando alistaba su primero viaje a Caracas para estudiar en el Instituto Pedagógico, edita su segundo poemario, “Transparencia”, una nueva recopilación de sus sonetos románticos y nostálgicos de su juventud en Timotes y La Mesa de Esnujaque.

--- Todavía Caracas era la ciudad de techos rojos, hospitalaria y pueblerina--- y se solaza el poeta rememorando la transmutación de la capital en urbe dinámica y progresista ---. Comenzaba a ser sustituidos los viejos tranvías de rieles por los trolebuses con perchas eléctricas y grandes ruedas de goma. En el Pedagógico me hice gran amigo del humanista y escritor Eduardo Crema, de ascendencia italiana, pero con afecto inmenso por Venezuela. Era director del Instituto y fue mi maestro de literatura. Regresé a San Cristóbal en 1952. Al poco tiempo me emplearon de profesor de Literatura en el Liceo Simón Bolívar. Luego pude incorporarme al profesorado de la Universidad Católica en la escuela de Letras. Ya estaba casado. Tuve la dicha de haber conocido aquí en San Cristóbal cuando estudiábamos juntos en la Escuela Normal a Carmen Griselia Zambrano, una atractiva tovareña, que coincidencialmente también se fue a estudiar Derecho en la Universidad Central en la misma época que yo cursaba en el Instituto Pedagógico.

Había sido un amor a primera vista. Nos enamoramos apasionadamente. En 1952, al regresar al Táchira ya graduados de Caracas, ella de abogado y yo pedagogo, la celebración académica se convirtió en matrimonio. Tuvimos cinco hijos, tres hembras y dos varones. Augusto, el mayor murió muy joven. Sobreviven Pepe, Laura, Aurarima y María Colombia. Mi mujer fue una esposa y madre ejemplar, afectuosa, muy inteligente. Ejerció con éxito y dignidad el derecho laboral, pero igualmente le atraían las letras. Le gustaba escribir. Su pasión era el indigenismo.

Nuestra segunda hija la bautizamos Araurima. También quiso mi mujer que esta casa donde vivimos tantos años felices, se llamara “La Guaricha”, voz cumanagota que identifica a la joven indígena. Carmen Griselia había cumplido 79 años. Estaba enferma desde hacía algún tiempo. De pronto se agravó y falleció. Ha dejado una enorme pesadumbre y aflicción. En nuestro hogar y nuestras almas.

En el silencio angustiante de la casa solitaria y triste, el escritor y poeta de verso emotivo y elocuente, cerró la verja de la quinta vacía.


A lo lejos, se agitaba ahora el viento en el brumoso atardecer de San Cristóbal.

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