En un trabajo de investigación y relevamiento titánico, Alberto Silva indaga en varios tomos el periplo desde El nacimiento hasta la actualidad del pensamiento zen.
POR Mario Nosotti
No es sencillo abordar discursivamente un fenómeno múltiple, de
rasgos inefables, potencialmente extraño a nuestros paradigmas. No al
menos sin caer para eso en lo codificable o en la asimilación al
supermercado de experiencias propio de la cultura occidental. Este es el
desafío que enfrenta Alberto Silva –poeta, traductor, especialista en
temas japoneses–, el de constituir un método para poder dar cuenta de un
objeto que por su misma inaprensibilidad, su vacío pregnante, ha sido
germen de infinidad de explicaciones, usos y distorsiones. Y la técnica a
usar será la del asedio, como ese sobrevuelo del halcón que empieza a
vincularse con su presa en forma inevitable.
El presente trabajo
–único en estas pampas por su exhaustividad y variedad de abordajes–
proyecta cuatro volúmenes, de los cuales acaban de aparecer los dos
primeros: Zen I Ruta hacia Occidente , y Zen II ¿qué decimos cuando decimos experiencia?
A
Silva le interesa pensar el discurrir del Zen como fenómeno histórico y
cultural para escuchar de qué forma nos habla a nosotros, occidentales
siglo XXI, y para qué puede servirnos. Y la hipótesis es que su
influencia puede ser decisiva en la transformación radical del individuo
y de la sociedad.
Contra el cliché
A
diferencia del modo de abordar el tema de D. T. Suzuki o Deshimaru –dos
de los principales divulgadores del Zen en Occidente– desde la entraña
misma del fenómeno, Silva se ubica en un entre. Su experiencia personal,
su práctica y su conocimiento le permiten abrirse hacia un sentido
ajeno al de su propia tradición; pero a la vez su origen y su formación
le permiten aprovechar categorías propias de nuestro pensamiento.
De
movida el autor nos invita a dejar en suspenso todo lo que creemos
saber sobre el Zen –vulgata que incluiría ser rama del budismo,
filosofía japonesa, forma de meditación o de control mental y sello
estético entre otras– para de esta manera aventurarse a descubrir su
propia lógica. Silva se ajustará a tratar una forma concreta del Zen,
aquella que florece en Japón a partir del s. XIII de la mano del maestro
Dôgen, el fundador de la escuela Soto. Así el primer volumen da cuenta
de la progresión histórica del Zen –una compleja amalgama de elementos
procedentes de la tradición india, china y tibetana– en su camino
“deshilachado y disperso” hacia el Occidente actual.
Al autor le
interesa indagar en la penetración que lenta y sin aspavientos se da
desde hace un siglo desde Oriente a esta parte, a contramano del
consabido y aparentemente inevitable proceso de occidentalización. De
esta forma, el Zen sería un aporte decisivo en el proceso de la actual
“revolución metafísica” de la que habla el filósofo alemán Peter
Sloterdijk; revolución que parte del legado de pensadores como
Nietzsche, Bergson, Freud y Heidegger, propulsores de un modo de pensar
al margen del idealismo y la subjetividad, y críticos del ego
metafísico. Y es a través de la lengua alemana y del sustrato fértil de
la obra de Heiddegger que el Zen emprende su trasvase a Occidente, un
proceso que aún continúa.
Palabras orientales
Para
una buena parte de la filosofía occidental, la palabra experiencia es
cuando menos sospechosa, vinculada a la subjetividad y más bien una
piedra en cuanto acceso a lo real. Sin embargo, Silva encuentra en una
distinción de la filosofía antigua –por un lado un pensamiento de la
abstracción (concepto de skolé) y por otro un pensar que surge de un
estilo de vida (háiersis)– la base para hacer hablar al Zen. Porque para
Dôgen el Zen es básicamente un acontecimiento: zazen (sentarse, atento a
la respiración para, en el mejor de los casos, sin buscarlo, arrancarse
de sí). El Zen acepta ser fuente de conocimiento a condición de que el
mismo esté constantemente resignificándose en la práctica. Busca un
hacer que transforme nuestro “modus vivendi”.
Y es aquí donde
Silva abre una veta poco habitual en este tipo de estudios. Más que
pensar el Zen como experiencia, nos propone “experimentar un Zen capaz
de destilar un pensamiento”. En este sentido la propuesta de Silva es
casi una propedéutica. La práctica de Zen confluiría en un tipo de
discurso capaz de devolver al lenguaje gastado su condición de “palabra
viva”. Varias veces el autor se refiere a esas “hebras de lenguaje”,
como restos latentes que la marea del Zen deja sobre la playa.
La
pregunta de fondo es, como bien advierte Silva: ¿cómo se relaciona la
dupla experiencia-palabra? “El Zen busca continuamente releer toda
versión convencional del mundo e incluso de sí mismo, a fin de
orientarse cada vez hacia una elocución intempestiva de si”. Como
pensamiento –siempre trenzado en su práctica, zazen– constituye un
discurso donde lo que se ha dicho está siempre migrando hacia lo por
decir. Dice Dôgen: “Zen es pensar, no pensar y sin pensar”. Una práctica
que genera un discurso que a la vez se disuelve en la práctica para
emerger inédito de esta. Y para hacer hablar a este ejercicio, modesto,
pero de resonancias incalculables, es claro que los recursos normales no
alcancen. Por eso muchos de los interlocutores de Silva en este ensayo
son poetas (Philip Larkin, Rilke, J. L. Ortiz, Nicanor Parra) y por eso
es que él mismo es un fino traductor de esa poesía extrema, el haiku ,
forma que aspira a captar lo instantáneo y nombrar la experiencia sin
sujeto de la que habló Bataille.
Para cerrar quizá sirva aclarar
que el Zen no se resiste a la teoría; sólo sonríe un poco cuando el
discurso explicativo amenaza borrar la sed de una insistencia.