EL PROFESOR LEOPOLDITO



Perla Julieta Ortiz Murray.

Nadie sabe a ciencia cierta de donde salió, nadie salvo yo que lo conozco desde mocoso, cuando ambos nos metíamos a hacer cochinadas en el baldío situado atrás de la casa de Lola, la chancleta del barrio. Ni que decir que las dichosas cochinadas nos sabían más sabrosas después de espiar un poco lo que hacía ella con sus clientes.

Como buenos hijos de la calle, Leopoldito y yo fuimos a la escuela solo el tiempo necesario para medio aprender a leer y escribir y un poco a restar y sumar, pero nada más, aunque en eso de restar los dos resultamos maestros andando el tiempo, (él mucho mejor que yo) me refiero, claro, a lo de restar al bolsillo de los demás lo suficiente para sumar al nuestro. Pero bueno, vayamos al grano, ésta es la historia de Leopoldo y no la mía.

Ahí’onde lo ven, tan trajeadito y todo, porque no hay que negar que le ha ido bien en el bisne ese de la adivinada, no siempre fue quien ahora dice ser; muy a su modo siempre quiso sobresalir, irse del barrio, superarse pues y los modos para lograrlo eran lo que menos le importaba.

La Malicha, su madre, preocupada como estaba por llevar los frijoles a la mesa, pocas veces se enteró de los movimientos de su escuincle, salvo en las ocasiones en que lo vio vagando a horas en las que lo suponía en la escuela. Entonces sí fueron de película las palizas que le dio, pero pues qué se le iba a hacer, si el Poli ya traía instintos de vago redomado y tampoco era cuestión de que un día, enojado, le regresara los trancazos.

Como para recibirse de inútil no se necesita ir a otra escuela que no sea la de la calle, mi cuate pronto estuvo en situación de ganarse su título. No había esquina del barrio que no conociera el peso de sus abultados cachetes traseros, cuando en cualquiera de ellas se sentaba con lo más escogidito de la palomilla, ni vieja buenona tras la que no anduviera.

Ya se sabe que para este menester lo peor que nos puede pasar es traer los bolsillos vacíos. Quieran o no, las mujeres solo sirven para sacarle a uno los centavos…. cuando los tiene, porque si no, maldito el caso que nos hacen. Andando en esos apuros, el Poli no contaba con su jefa para que le resolviera la cuestión, pues ella siempre le salía con el sonsonete ese del trabajo, por lo tanto, mejor era dejar las cosas de ese tamaño. Tampoco era como para dejar pasar a las susodichas sin darles su manoseadita en un cine, así que se dedicaba a lo que mejor sabía: asaltar gente, pero ese oficio, como el de carterista, que también practicaba con regular éxito, tenían el molesto inconveniente de la tira: por cualquier pendejadita lo enjaulaban, como lo hicieron varias veces.

Cansado de eso, decidió buscarse una actividad en la cual no corriera tanto riesgo y donde las ganancias estuvieran igualmente garantizadas. Pensaba en eso cuando hasta sus oídos llegaron los gritos de Marisela, su vecina, que en esos momentos descubría uno de los tantos chivos perpetrados por su mariachi. Un poco por broma y otro por ver el efecto que tendría, se acercó y le dijo que mediante sus artes adivinatorias (procuró escoger muy bien las palabras), él descubriría de de quién eran las pantaletas que ella mostraba en sus manos como prueba de la infidelidad del susodicho. Polo, claro está, no le dijo que dos noches antes lo había visto salir a escondidas de la casa del carnicero a horas muy poco apropiadas para una visita de cortesía. Habiendo logrado intrigar a la cornuda, lo demás fue pan comido: encendió dos velas, dijo dos o tres cosas en palabras domingueras (que por supuesto ni él entendió), cogió un plato que llenó de agua hasta los bordes y lo paseó un poco por encima de los cirios, al tiempo que no dejaba de hablar.

Pasados unos cinco minutos, hizo como que caía en trance, volteó los ojos, tembló un poco y rechinó los dientes para después soltar el nombre de la mujer del carnicero. Una actuación de pelos de la que me enteré después por la misma Marisela. Muy impresionada, me dijo, le dio toda la feria que traía, más un anillo del cual se desprendió sin muchos miramientos, agradecida como estaba por el favor recibido. Ni que decir que cuando comprobó la verdad acerca del origen de la cornamenta, desparramó los hechos por todo el barrio.

En vista del éxito obtenido en su primera consulta, como luego dio en llamar a las visitas que comenzaron a hacerle primero los amigos y conocidos y más delante, los desconocidos, resolvió intentarlo de nuevo en cuanto se presentara la ocasión. El siguiente fue uno de esos perseguidos por la mala suerte, ya sabe usted: alguien a quien le volaron la esposa, se quedó sin chamba, se le murió la jefa y un etcétera más largo que cola de papalote; en fin, todo un caso, pero mi amigo, que de todas se las sabía y si no se lo inventaba, salió al paso sin mucha dificultad. Después de acostar al güey en un catre, colocó alrededor dos o tres trastes llenos de unas hierbas secas que al qumarse producen mucho humo y apestan re’ fuerte y luego les prendió fuego.

Ver trabajar a Leopoldo era todo un espectáculo. Tan dueño de la situación, parecía la mera verdad pasándole un huevo al cretino por todo el cuerpo (también en esto fue de admirarse su previsión, pues juntó como dos o tres docenas de huevos en la azotea de su casa, donde se pudrirían con el sol y luego los bajó para tenerlos a la mano cuando fuera necesario), temblando como atacado por el mal y resollando; todo al mismo tiempo que le daba vueltas a la cama, perdón, al catre. Tenía buena condición física el canijo: al mismo tiempo que hacía todo esto, le exigía al cliente dos pagos más de lo convenido, pues según le decía, el demonche causante de los daños era muy poderoso, por lo cual necesitaría una limpia completa y eso llevaría dos o tres sesiones más. Para rematar, antes de que el asustado tipo hablara, quebró el huevo en un plato de loza blanca. No sé que fue mayor, si la impresión por toda la faramalla que el Poli le jugó en las narizotas, o el deseo de sacarse de verás al satán, pero pagó sin chistar esa sesión y el adelanto por las otras (y aquí entre nos, les aseguro que fue bastante). El tipo debió haber sido muy creyente o muy baboso, porque volvió cuantas veces Leopoldo se lo pidió.

A partir de entonces los clientes se dejaron venir. Ya se sabe: tontos nunca faltan y quien se aproveche de ellos, menos. Pronto se dio cuenta de la necesidad de tener un ayudante discreto; alguien poco amigo de palabras y eso sí, bastante del dinero. Alguien, en fin, con quien contar para tocho morocho y ahí fue cuando se acordó de mí. Debo decir la verdad: no lo pensé mucho y acepté. Tan bien le iban las cosas, que ya hasta ahorros tenía y comenzaba a notarse el bienestar en su persona. Si yo era listo, algo de esto se me pegaría.

Cuando todo estaba ya bien encarrilado, sobrevino la desgracia: una clienta se nos murió a media consulta. Ninguno de los dos sabíamos si era cardiaca, pero cuando estábamos invocando al espíritu de su difunto marido y comenzaron los golpes por debajo de la mesa (dados por mí, por supuesto) y el humito de la olla con hierbas disimulada bajo el sillón se hizo más denso, oímos un quejido y vimos como se llevaba las manos al pecho y luego se doblaba hasta caer sobre la mesa. Como tenía familiares esperándola afuera, oyeron el barullo y se metieron corriendo. Dieron tales gritos que los vecinos llamaron a la policía y pues con una muerta de por medio, no era cuestión de quedarnos ahí tan tranquilos, así que como pudimos, nos pelamos a fuerza de carrera. Afortunadamente, en estos líos nunca falta quien se compadezca de uno y le dé chance de esconderse mientras pasa la bronca y en eso nos ayudó mucho el maricón de la Bety. Al siguiente día el Poli mandó decir a su madre donde estábamos y muy pronto tenía ya otra vez el dinero entre sus manos. Salimos de noche, bien disfrazados con las pelucas y los vestidos que la Bety nos prestó; solamente fue cosa de aguantar la chacota de la raza cuando comprábamos los boletos de autobús hacia Mazatlán. Casi ni podíamos creerlo cuando al fin nos estábamos yendo.

Hoy no puedo decir que todo ha sido miel sobre hojuelas. Hemos peregrinado mucho, siempre evitando crear lazos para que no haya quien se la haga de tos a uno a la hora de las despedidas y que luego se vaya a saber a donde vamos a parar (por aquello de los timos, como usted comprenderá). Además, hay que ver que ahora ya no somos aquél par de piojos del principio, sino el Profesor Leopoldito y su ayudante y eso, duélale a quien le duela, por Dios que ya pesa bastante.