Fascismo y modernismo
STANLEY G. PAYNE
HISTORIADOR
La interpretación del fascismo ha suscitado el que es
posiblemente el problema de análisis político más difícil y enojoso en
la historia de la Europa del siglo XX. Aunque el fascismo tenía claras
raíces en el fermento cultural y político de la última parte del siglo
anterior, su repentina irrupción tras la primera guerra mundial supuso
una sorpresa. No se había predicho y parecía ser una excepción única a
los movimientos revolucionarios establecidos, generalmente
izquierdistas, obreristas e internacionalistas. El fascismo no era
ninguna de esas cosas. Los comunistas reconocieron en un principio que
el fascismo presentaba analogías con el estilo y las tácticas
revolucionarias y violentas del bolchevismo, pero en años posteriores
tanto los marxistas como los liberales occidentales se mostraron de
acuerdo en al menos un punto fundamental: el fascismo era reaccionario,
antimoderno, una sublevación contra la modernidad.
El «debate sobre el fascismo» protagonizado por los expertos a escala
internacional en los años sesenta y setenta intentaba alcanzar una
mayor objetividad y exhaustividad, pero tuvo dificultades para llegar a
ninguna conclusión clara y compartida. El debate se apagó posteriormente
en cierta medida durante los años ochenta, pero acabaría reviviendo en
la década final del siglo. Esta fase más reciente del estudio del
fascismo se ha visto fuertemente influida por el «giro cultural» en la
historia, y ha estudiado mucho más que anteriores investigaciones la
cultura y la estética fascistas, o su empleo del arte, la propaganda y
el espectáculo. Gracias a ello ha adquirido un entendimiento más
completo del carácter moderno de las técnicas y prácticas fascistas, y
también de los temas y el contenido tanto de la cultura fascista como,
también, de las ideologías fascistas.
El más destacado de los nuevos expertos surgidos en las dos últimas
décadas es el historiador británico Roger Griffin, de la Brookes
University de Oxford.Tras publicar The Nature of Fascism (1991),
que presentaba una nueva teoría del fascismo genérico, editó la mejor
publicación en un solo volumen de textos escritos por los propios
fascistas, Fascism (1991), la mejor antropología de interpretaciones del fascismo, International Fascism:Theories, Causes, and theNew Consensus (1998), y más tarde (con Michael Feldman) la imponente y exhaustiva antología en cinco volúmenes Fascism: Critical Concepts in Political Science (2004).
Modernism and Fascism es el mejor y más importante libro de
Griffin, y se propone presentar una nueva interpretación de una de las
dimensiones más importantes del fascismo. Los recientes cambios en el
estudio del fascismo, ya mencionados, han preparado un ambiente
receptivo, pero Griffin va mucho más allá de temas monográficos para
presentar un análisis global de la relación entre fascismo y modernismo.
Tras un capítulo inicial que pone de relieve las «paradojas» del
modernismo fascista, dedica un total de cinco capítulos, el equivalente
de ciento cincuenta páginas, a presentar una definición e interpretación
del modernismo y de sus diversas formas de manifestarse. Ésta es
probablemente la interpretación del modernismo más sofisticada que se ha
formulado en ningún ámbito, y representa un logro en sí misma, ya que
Griffin no se ocupa simplemente del modernismo artístico e intelectual,
sino también del «modernismo programático», la expresión del modernismo
en proyectos políticos y sociales a partir de la segunda mitad del siglo
XIX . La mayor parte de los estudios anteriores se habían limitado a
poco más que el modernismo estético («epifánico», en la terminología del
historiador británico) y generalmente se han desdeñado por completo sus
dimensiones social y política.
Esto requiere, por supuesto, una distinción entre los procesos
normales de «modernización», la existencia de diversos estados de
«modernidad», y el «modernismo», que adopta la forma de una crítica y de
un proyecto o proyectos.Al igual que algunos otros analistas, Griffin
data el comienzo del modernismo a partir de mediados del siglo XIX , y
se habría originado en una revuelta contra lo que se percibía como la
decadencia y la deformidad que estaba pasando a ser supuestamente
característica de la modernidad en sus formas actuales. El modernismo
dio origen a una serie de proyectos para, a partir de aquel momento,
revitalizar la modernidad y darle lo que se percibía como una expresión y
una forma más verdaderas, más auténticas.Así, en la interpretación de
Griffin, «el modernismo es un término genérico para un enorme despliegue
de iniciativas heterogéneas, individuales y colectivas, que se llevaron
a cabo en las sociedades europeizadas en todos los ámbitos de la
producción cultural y la actividad social desde mediados del siglo XIX
en adelante. Su común denominador se halla en el intento de lograr una
sensación de valor, significado o propósito trascendentes a pesar de la
progresiva pérdida de un sistema homogéneo de valores y una cosmología
dominante de la cultura occidental provocada por las fuerzas
secularizadoras y desarraigadoras de modernización».
Existe una distinción fundamental entre el modernismo y lo que se ha
denominado más recientemente posmodernismo, y es que el modernismo
proponía alternativas específicas y enfáticas, mientras que el
posmodernismo plantea únicamente una elección permanente. El modernismo
fascista sería así absolutamente congruente con lo que el crítico
estadounidense Ihab Hassan llamó el principio de autoridad en el
modernismo, en contraposición al principio de anarquía del
posmodernismo. Otra diferencia entre el modernismo y el posmodernismo
estriba en que mientras que los modernistas rechazaron drásticamente los
aspectos clave de la cultura, la sociedad, la economía y la política de
la modernidad, los posmodernistas generalmente aceptan y reflejan las
tendencias culturales, sociales y económicas de la así llamada época
posmoderna.
Los orígenes del fascismo italiano en la rivoluzione mancata (revolución
frustrada) de la Italia del siglo XIX y su estrecha asociación con la
revuelta modernista de comienzos del siglo XX en la intelligentsia y
la élite artística italianas son generalmente bien comprendidos por los
especialistas, a pesar de que no son percibidos normalmente por la
opinión común. El dominio continuado del estereotipo habitual quedó
demostrado en una fecha tan reciente como 2006, cuando un nuevo
documental británico sobre arquitectura moderna expresó su sorpresa por
el hecho de que el famoso escritor fascista Curzio Malaparte hubiera
pedido que le construyeran una casa ultramodernista como su residencia
personal en Capri.
Desde el comienzo mismo, el fascismo italiano se asoció íntimamente
con sus propias formas de modernismo. Junto con el comunismo soviético,
fue una de las dos grandes y novedosas formas radicales de «modernismo
programático» de la década de 1920.Abrazaba de lleno el estilo
modernista, y la arquitectura «racionalista» (el término italiano para
referirse a la arquitectura modernista) se convirtió en el estilo
semioficial del régimen.
El más amplio objetivo programático era crear una nueva
revitalización moderna de la nación, con una estructura y un proyecto
políticos nuevos que desarrollaran una nuova civiltà (nueva
civilización). El fascismo habría así de convertirse en la revolución
del siglo XX , del mismo modo que el nacionalismo y el socialismo habían
sido las revoluciones del siglo anterior, y la democracia la del siglo
XVIII . El modernismo programático no rechazaba todos los aspectos del
pasado y de la cultura y la sociedad tradicionales, pero insistía en la
creación de una nueva síntesis que combinara aspectos de esta última que
siguieran siendo vitales y útiles con nuevos ideales y estrategias que
habrían de construir un nuevo proyecto moderno y único. Rechazaba los
aspectos «decadentes» de la modernidad, pero abrazaba de manera
entusiasta lo que concebía como los objetivos más elevados del
modernismo creativo en economía, tecnología, reforma legal e
institucional y expansión nacional, todo ello fundamentado en la más
esencial de las revoluciones modernistas: la creación del «hombre nuevo»
con un vitalismo, una fuerza y un dinamismo fascistas.
Esto planteaba la revolución de la nación, no la clase, como la
síntesis de la moderna revolución política, social y cultural para
producir lo que Mussolini pasó a concebir como una «competencia
revolucionaria» entre la Italia fascista y la Unión Soviética, una
competencia que él pensaba que ganaría con seguridad el fascismo porque
se basaba en las realidades más profundas de la nación, de la economía
moderna y de las fuentes genuinas de la motivación humana.Todo ello se
expresaba en el objetivo supremo fascista del «totalitarismo» (el
concepto es una invención fascista), a pesar de que su plasmación
concreta resultara ser mucho más difícil.
Griffin se vale de sus propias investigaciones y del trabajo de
destacados especialistas durante la última década aproximadamente:
estudiosos como Emilio Gentile (el más relevante historiador vivo del
fascismo italiano), Mark Antliff, Ruth BenGhiat, Claudio Fogù, Diane
Ghirardo, Jeffrey Schnapp, Angelo Ventrone y otros. Un aspecto, sin
embargo, que no se examina con tanta claridad es el proyecto del
imperialismo fascista –la nueva romanità en el extranjero– que
revelaría algunos de los mismos elementos, con el derroche de riqueza
desplegado en un proyecto como la construcción de la infraestructura
económica de una moderna «Etiopía italiana» a partir de 1936.
No obstante, el eje fundamental del libro no es el análisis del
fascismo italiano, sino el estudio del modernismo del nacionalsocialismo
alemán que, junto con el extenso análisis introductorio del modernismo,
constituye uno de sus dos principales logros. Durante algún tiempo, un
número considerable de estudiosos han planteado una distinción entre los
regímenes italiano y alemán, tomando a la infradesarrollada Italia de
Mussolini como un régimen «modernizador» (aunque no modernista), en
contraste con una industrializada Alemania nazi, cuyo régimen se tiene
por «reaccionario». Esta distinción era básica para la interpretación
más amplia del gran historiador italiano Renzo de Felice, que en el
momento de su muerte en 1996 estaba considerado como el decano de los
estudiosos del fascismo italiano y también como el más importante
historiador italiano de su generación.
Todos los especialistas se mostrarían de acuerdo en que el nazismo
fue un movimiento que buscaba la regeneración y la revitalización, pero
incluso Enrst Nolte, que contribuyó a generar el «debate del fascismo»
de los años sesenta, señaló que rechazaba la «trascendencia». Durante
los años setenta, e incluso más allá, persistió la antigua
interpretación del nazismo como intrínsecamente reaccionario, aunque
ninguno de los muchos que suscribieron esta idea pudieron identificar
ninguna Alemania histórica o tradicional anterior que Hitler pudiera
haber perseguido restaurar. Jeffrey Herf intentó más tarde la cuadratura
de este círculo introduciendo el concepto de Reactionary Modernism (1984).
La evidente invocación de factores y valores primordiales por parte
de los nazis, combinada con su oposición tanto al liberalismo como a la
izquierda, fueron las características principales que impulsaron durante
mucho tiempo el concepto de «nazismo reaccionario». Lo que esto pasaba
por alto es que lo característico del modernismo era la combinación de
lo subjetivo y lo no racional con nuevas formas en la búsqueda de una
síntesis novedosa de estas cosas con los estilos y modos de tecnología y
organización más recientes, un modelo frecuentemente repetido en el
modernismo programático. Como escribió Modris Eksteins en su incisivo
tratamiento del modernismo de comienzos del siglo XX en Rites ofSpring (1989):
«El nacionalsocialismo fue un producto más del híbrido que ha sido el
impulso modernista: el irracionalismo cruzado con el tecnicismo. [...]
La intención del movimiento era crear un nuevo tipo de ser humano del
que nacería una nueva moral, un nuevo sistema social y, a la larga, un
nuevo orden internacional». Esto combinaba conceptos de un «imaginario
histórico» con valores y ambiciones radicalmente nuevos. El resultado no
era una vuelta a una utopía preindustrial «reaccionaria» (que hace que
el nazismo se parezca más al Portugal de Salazar), sino una «modernidad
alternativa» nueva y radical en la que el Tercer Reich habría de estar a
la cabeza del mundo en tecnología al tiempo que construía una utopía
que combinaba todos los valores primordiales de la raza con nuevas
formas del siglo XX.
Del rechazo oficial por parte de Mussolini de «los principios de
1789» –en referencia al liberalismo y el racionalismo normativo, una
posición evidentemente defendida por Hitler– ha surgido una notable
confusión. Esto ha dado lugar a la suposición habitual de que el
fascismo rechazaba in toto los principios de la Ilustración del
siglo XVIII, pero se trata de una conclusión en exceso reduccionista. El
fascismo rechazaba los principios de 1789, pero abrazaba algunos de los
principios fundamentales de 1793: la primacía de la nación, la
solidaridad, la revolución y la redención por medio de una especie de
religión profana. Se inspiró en importantes corrientes del pensamiento
ilustrado, como la sustitución del cristianismo ortodoxo por un concepto
diferente de Dios y trascendencia, la sustitución de la ley natural
tradicionalmente sagrada por una completamente profana y la adopción de
nuevos conceptos de naturaleza y sociedad. Fue esencial el concepto de
una nueva jerarquía de lo ilustrado, artísticamente avanzado y
culturalmente superior, corrientes de pensamiento que en la Ilustración
habían coexistido con el semiuniversalismo. La fe en el progreso y el
renacimiento profanos, un nuevo optimismo profano, surgió inicialmente
de la misma fuente, como lo hizo la orientación hacia una «humanidad
superior» basada en principios profanos. Las doctrinas de la Ilustración
habían planteado la necesidad de una dirección y gobierno de élite, el
dominio del voluntarismo humano y el triunfo de una nueva voluntad
cultural y reformista, y habían introducido una nueva distinción entre
sectores de la sociedad productivos e improductivos. En el siglo XVIII
esto adoptó en ocasiones el aspecto de una reforma enormemente
autoritaria, y en sus manifestaciones extremas posteriores puso el
énfasis en un cambio revolucionario drástico y violento, que afectó a
amplias esferas de la vida política, social y cultural, con el objetivo
de lograr una nueva uniformidad dentro de la nación. La Revolución
Francesa aportó el primer ejemplo de introducir una religión profana
nueva y radical, acompañada por un teatro público y una liturgia
política nuevas que inculcar a las masas. Fue también la Ilustración la
que inició la práctica de una clasificación racial de la humanidad.
Nada en política es más típicamente moderno que el mito de la nación,
llevado a un mayor extremo en la Alemania nazi que en ningún otro
lugar. A este respecto, Griffin señala convincentemente que el famoso Mein Kampf de
Hitler fue un documento prototípicamente modernista, que hacía especial
hincapié en las numerosas semillas de declive que llevaba aparejada la
modernidad. Más que volver a una cultura del tradicionalismo o el
cristianismo histórico, Hitler ofreció un programa enteramente
modernista de redención que combinaba lo racialmente primordial e
irracional, por un lado, y un proyecto político radical que habría de
introducir una nueva época milenaria.
Los historiadores han solido seguir el ejemplo del rechazo de Hitler
en 1933-1934 a determinados tipos de modernismo estético que habían sido
abrazados anteriormente por el principal activista cultural del
movimiento y su responsable de propaganda, Paul-Joseph Goebbels. Lo que
obviaron fue que el objetivo de Hitler era reemplazar el estilo
expresionista (que él asociaba con el Kulturbolschewismus, la
forma decadente de modernismo) con una nueva forma de arte orientada
hacia el futuro que combinaba lo clásico y racialmente arcaico con
nuevas formas de expresión que se valían de las técnicas más avanzadas.
Griffin continúa catalogando una larga serie de usos de estilos, motivos
y técnicas modernistas en el arte, la arquitectura, la escultura y la
música nazis, todos los cuales aspiraban a crear un nuevo arte para el
Reich.
El énfasis muy extendido en la tecnología avanzada, no simplemente en
sistemas armamentísticos, sino en muchos sectores de la economía, exige
una menor atención, ya que se trata de algo más conocido. El Tercer
Reich desarrolló un especial modernismo tecnocrático asociado con la
nueva y drástica planificación social y política para el futuro
promovida por cualesquiera movimientos revolucionarios. Quizás el
aspecto más exclusivo del Reich fue el énfasis en su interpretación de
la biología y la «biopolítica», que combinaba lo primordial con un
impulso único hacia una utopía biológica modernista, que combinaba el
exterminio masivo basado en las más recientes técnicas científicas y la
creación/invención biológica de una «raza dominante» pura, la única
propuesta de la historia moderna que convierte a una nación en una
especie de laboratorio frankensteiniano. «Ciencia enloquecida», sin
duda, pero un tipo de ciencia de una modernidad alternativa sin ningún
precedente tradicionalista. En vez del «nuevo hombre» soviético basado
en la clase y el materialismo pseudocientífico, esto produciría un nuevo
hombre basado en la raza, la biogenética y la cultura vitalista, que
desde el punto de vista de Hitler era el superior de los dos proyectos
de «revolución antropológica». El Tercer Reich fue también modernista
por ser el «más verde» de todos los regímenes radicales, el primero en
poner freno al tabaco, ya que buscaba introducir una drástica ecología
alternativa. Griffin admite de buena gana que todo esto suponía una
reacción contra formas dominantes de modernidad, pero subraya en todo
momento que una reacción así fue siempre esencial para el modernismo, ya
que éste buscaba introducir expresiones y conceptos nuevos, radicales y
auténticos que sustituyeran a las formas de modernidad decadentes,
falsas y destructivas. La interpretación tradicional del fascismo no
era, así, tanto errónea cuanto drásticamente reduccionista e incompleta.
Griffin presenta una perspectiva mucho más exhaustiva.
Este estudio se apoya fundamentalmente en Italia y Alemania, los dos
únicos países en que los regímenes fascistas se mantuvieron en el poder
durante períodos prolongados, pero al final del libro Griffin plantea la
cuestión del modernismo en relación con los movimientos fascistas menos
importantes. Hace mucho tiempo que se ha reconocido el modernismo
literario e intelectual de los escritores fascistas franceses, al igual
que ha sucedido con lo que podría llamarse el modernismo económico o la
sofisticación de las ideas de Mosley y la Unión de Fascistas Británica.
En Latinoamérica, los integralistas brasileños formaron el movimiento de
tipo fascista de mayores dimensiones de la región, que introdujo su
propia doctrina, absolutamente personal, de sincretismo racial y la
«cuarta era de la humanidad», algo que podía compararse con el
modernismo fascista de Europa, a pesar de ser muy distinto en su
contenido específico.Al contrario, el neotradicionalismo cultural y
religioso del régimen de Franco, así como las propias prioridades
políticas del dictador, impidieron toda revolución fascista o modernista
en España.
El movimiento con la fama más intensa de antimodernismo, aunque
ciertamente no de tradicionalismo, fue la intensamente mística Legión
del Arcángel Miguel, con su fuerte sincretismo de política extremista y
religiosidad ortodoxa. Rumanía, no España, fue el país menos
secularizado en el que surgió un movimiento fascista importante, y
produjo la doctrina más inequívocamente sincretista. Lo que resultó
sorprendente, sin embargo, fue el atractivo que tuvo la Legión entre los
escritores, estudiantes y profesores universitarios modernistas del
país, e incluso entre los científicos, que estaban aparentemente
convencidos de que la crisis de modernidad y de materialismo requería
una nueva revolución del espíritu. Algunos de estos escritores e
intelectuales intensamente modernistas, como Mircea Eliade y Emil
Cioran, alcanzaron más tarde fama internacional.
Lo que ha logrado Griffin es situar el fascismo dentro de sus plenas
dimensiones históricas con mucha mayor claridad de lo que habían hecho
los análisis reduccionistas anteriores. Nos ha brindado tanto un gran
estudio del modernismo propiamente dicho como de la amplia variedad del
carácter modernista del fascismo. Ésta es la nueva obra sobre el
fascismo más importante que ha aparecido en bastantes años y es de
esperar que pronto se publique traducida en España.
Traducción de Luis Gago